El valor numérico de esta razón, que se simboliza normalmente con la letra griega “fi” es:
Estamos por tanto ante un número irracional con infinitas cifras decimales sin que exista una secuencia de repetición que lo convierta en un número periódico. Es imposible por tanto conocer todas sus cifras.
En la relación entre la altura de la gran pirámide de Keops, y cada uno de sus lados.
En la relación entre las partes, el techo y las columnas del Partenón en Atenas
En las relaciones entre altura y ancho de los objetos y personas que aparecen en las obras de Miguel Angel, Durero o Leonardo Da Vinci y especialmente en el Hombre de Vitruvio de Leonardo.
En las estructuras formales de las sonatas de Mozart o en la quinta sinfonía de Beethoven.
Y también en lugares mucho más vulgares como por ejemplo en la relación entre el alto y el ancho de un libro, una cajetilla de tabaco, una tarjeta de crédito o el DNI.
Lo expuesto hasta aquí puede no resultar muy sorprendente si asumimos el hecho de que el hombre, desde el principio de los tiempos, ha intentado representar la belleza a través de la armonía de las cosas. Lo realmente extraordinario es comprobar que la proporción aurea se revela de forma absolutamente natural en lugares insospechados, y al margen de cualquier acción o intervención humana. Por ejemplo:
En la relación entre la cantidad de abejas macho y hembra en un panal.
En la disposición de los pétalos de las flores
En la distribución de las hojas en un tallo.
En la relación entre las nervaduras de las hojas de los árboles
En la distancia entre las espirales de una Piña.
En la distancia entre espirales en la concha de un caracol

Ni siquiera el cuerpo humano es ajeno a la proporción mágica. La relación entre la altura del ser humano y la distancia desde su cabeza hasta el ombligo, la relación entre la distancia del hombro a los dedos y del codo a los dedos, la relación entre la altura de la cadera y la altura de la rodilla, la relación entre el diámetro de la boca y el de la nariz o la del diámetro externo de los ojos y la línea inter-pupilar, por citar sólo unos pocos ejemplos se aproximan de manera increible a phi. Incluso los ventrículos del corazón recuperan su posición de partida en el punto del ciclo rítmico cardiaco equivalente a la razón áurea.
A la vista de lo expuesto no es de extrañar que tan misteriosa proporción se haya identificado frecuentemente con la idea de Dios. El primero en adornar con el adjetivo divino al número áureo fue el monje italiano Fray Luca Pacioli, quien justificó tan alto honor basándose en diversas razones:
- El número áureo es único en diferentes igualdades matemáticas, por ello Pacioli lo compara con la unicidad de Dios.
- El número áureo es inconmensurable, ya que no puede ser escrito en su totalidad empleando números enteros, lo que significa que no se puede comparar a nada, como Dios.
- El número áureo es omnipresente, como Dios.
- El número áureo fue definido por tres segmentos de una recta por lo que Pacioli lo comparó con la Santísima Trinidad.
Y ya que estamos hablando de divinidades y entrando en asuntos más propios de la temática de este blog la noche del tres de febrero de 2009, en el Madison Square Garden de Nueva York, Dios volvió a disfrazarse de jugador de baloncesto y con la forma humana de Lebron James protagonizó sobre el parquet una actuación prodigiosa. Lo saben las 19.763 almas que presenciaron in situ el encuentro. Lo saben también los millones de personas que lo vieron, en directo o en diferido, a través de la televisión o en la pantalla de su ordenador. Pero aquellos que no lo han visto ni lo van a ver jamás no lo olvidarán nunca porque la obsesión de la NBA por la estadística resumirá para siempre lo que aconteció esa noche en una sucesión de cifras que perdurarán en la memoria colectiva del baloncesto para asombro de las generaciones venideras: 52, puntos, 9 rebotes, 11 asistencias 2 tapones y 3 pérdidas de balón en 44 minutos de juego, un triple doble monstruoso, convertido después en doble doble estratosférico por mor de una corrección estadística.
La noche del tres de febrero de 2009 Lebron James fue, al igual que el número áureo, único, inconmensurable y omnipresente en la trinidad de la canasta, el rebote y la asistencia. Su actuación fue, de algún modo, la de un ser divino.
A estas alturas los que me conocéis sabéis perfectamente que este artículo no va a terminar sin que mi retorcida mente relacione de algún modo los dos asuntos que han ocupado estas líneas.
Y, en efecto, la mayoría de vosotros ya habrá adivinado cual es la conclusión a la que quiero ir a parar…
52 + 9 + 11 + 2 – 3 = 71 …
… conclusión que no por ser previsible resulta menos inquietante…
71 / 44 = 1,61